La vida de Steve Martin

Hace unos años vi en canal plus un reportaje de producción americana sobre la vida de Steve Martin, uno de mis actores favoritos cuando era un comino junto con Walter Mathau y Eddie Murphy. De pequeña también comía pastillas de chocolate para hacer y huevos crudos; aunque mis gustos cinematográficos por sí solos ya demuestran mi ausencia de criterio, en general.

El reportaje tenía como hilo conductor una entrevista a Steve en su casa. Uno imagina la casa de un humorista como una especie de plataforma forrada de algodón de azúcar y el salón atestado de todo tipo de maquinas de juego y posters de los Goonies. La cama del dormitorio de agua con estridentes colores rojos y amarillos en las paredes y el dentífrico de aquel comestible para niños que brillaba en la oscuridad. Así, digo, es como tú y yo nos imaginamos la casa de un humorista…

La casa de Steve Martin era un ingente pedazo de hormigón sin pulir ni forrar de material alguno. El salón, también gris cemento tenía una decoración minimalista – esto es, no tenía nada aparte de un par de objetos cúbicos de color negro posados tristemente sobre la mesa de cristal – y Steve se encontraba sentado en un taburete marengo tocando el banjo con cara de depresivo y contando anécdotas apáticas sobre su vida y vocación inércica. La voz en off apuntaba referencias a sus constantes fracasos amorosos; el último producido recientemente cuando Anne Heche le abandonó por Ellen Degeneres.

Para concluir se descubría la faceta más «seria» del cómico, citando alguno de los pasajes de sus obras como dramaturgo: todas dramáticas. Nunca olvidaré la siquiente cita:

«Dicen que todo comienzo lleva escrito su final y nosotros nos conocimos en un ascensor que bajaba.»

 

 Da miedico Steve Martin ¿eh?

Acojona…